¿Has sentido ese cosito en el pecho al recordar a esa persona tóxica, pero difícil de olvidar?
En tus momentos de ocio, ¿Te entregas a la fantasía con el último encuentro que tuvieron? O de plano ¿Te pones a releer las conversaciones que no te atreves a borrar de las distintas redes? ¿la haces la haces de detective infiltrado espiando desde una cuenta falsa sus redes? Si respondiste sí a una, o a todas te cuento que eres algo así como un drogadicto emocional.
Solemos pensar que solo las emociones positivas son las que nos mueven a querer reproducirlas una y otra vez, pero no es así. Estamos condicionados a reproducir aquello que nos genera una especie de placer, y este tiene muchas caras. Alguna vez hablando con una de mis caseras sobre alimentación porque ella quería perder peso, me hizo el siguiente comentario «Claro, ¿a quién no le gusta estar bien?» mientras saboreaba unas galletas de chocolate. O sea la idea estaba, incluso la intención, pero y ¿la acción correspondiente? Son muchas las situaciones o circunstancias que nos llevan a repetir el mismo error, el mismo patrón de comportamiento aunque cambiemos de individuo y porque «se siente bien bonito». Así es, vamos por la vida sintiendo bonito en lugar de sentir correctamente en relación a nuestro bienestar futuro.
Hay situaciones, personas, sucesos que no nos hacen bien. Pero se sienten bien y eso es suficiente para apegarnos al placer inmediato, en lugar de construir un bienestar duradero a futuro.
Acostumbramos tomar como avisos premonitorios los sueños o los recuerdos repentinos con esa persona tóxica y ahí justificamos la entrada o salida de energía hacia su tóxica existencia. Si somos ateos o no creemos en divinidad cualquiera, ese momento es el que toda nuestra fe se apega a creer devotamente en el destino. Si lo encontramos por «casualidad» en alguna red social, si soñamos con él o ella, si alguien nos habla de esa persona, si en los créditos de las películas vemos por casualidad su nombre. Soñar con alguien en particular es eso, soñar, punto. No es un permiso universal para volver a entrar en contacto.
El filósofo y poeta español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana mejor conocido como George Santayana decía que quien olvida su pasado está condenado a repetirlo. Aunque él se refería primordialmente a cuestiones históricas y políticas aplica en la vida diaria. Tenemos una experiencia poco agradable y en lugar de analizarla y mantenerla presente no como algo para castigarnos; sino como un aprendizaje y experiencia para el futuro, la olvidamos. Cuando nos volvemos a enfrentar a la misma situación, pero con otra cara, ahí está el mismito cagadero de la vez pasada.
Todo aquello a lo que dedicas tiempo y energía termina por manifestarse. No obstante viene bien analizar si eso que deseamos se siente bien o nos hace bien.
La inversión de esa energía aunque parezca inofensiva porque solo imaginamos no quiere decir que no cause un impacto en nuestra vida. Como seres humanos estamos impuestos a medirlo todo, a catalogarlo todo. Creamos etiquetas para entendernos y/o justificarnos. Aquella casera asevera que todos queremos estar bien. Sin embargo eso no es así, no es una meta, ni siquiera una aspiración colectiva y si llega a serlo «estar bien» puede tener muchas aristas de acuerdo a la idea de lo que «estar bien» atienda, entienda o justifique cada quien.
Es vital escuchar a nuestro cuerpo, nuestras emociones y sobre todo filtrar lo que nos hace bien por encima de lo que se siente bien para evitar la adicción emocional de todo aquello que nos convierta en drogadictos de nuestras propias emociones.
¡Bonito fiiiiiiiiin!
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