La posada de oficina es ese ritual donde la empresa disfraza la convivencia obligatoria de “espíritu navideño”. Es el único día del año en que el alcohol está permitido… y la reputación, opcional.
RH lo presenta como “una oportunidad para relajarnos, hacer networking”, pero todos sabemos que es una trampa. Una noche en la que los filtros se evaporan al ritmo de las cumbias del karaoke y la vergüenza se deja en el guardarropa.
El salón siempre parece más grande en la invitación. En la práctica, es un espacio mal iluminado con mantel dorado de renta, un pino flaco y un DJ que cobra barato porque grita encima de las canciones. Aun así, todos llegan arreglados como si fueran a los Óscar (de los 80s) con vestidos de lentejuelas para una fiestilla de taquitos y Bacardí. La consigna es la misma: “Vamos a darlo todo”, aunque ese “todo” sea la dignidad.
Y ahí empieza el desfile. El jefe, con dos cubas encima, descubre que tiene cadera.
La de finanzas, seria todo el año, se convierte en loba al son de Shakira.
Los casados olvidan su anillo y se besan con otros también casados, amparados por la frase “ni me acuerdo”.
Y el borracho institucional hace lo suyo manoseado a medio departamento mientras todos fingen que no lo vieron, porque “no hay que arruinar la fiesta” la única fiesta a la que irán en todo el año.
En un rincón, los romances clandestinos quedan expuestos bajo la luz del proyector. Miradas que se cruzan, manos que se rozan, gente que al día siguiente va a fingir que solo se “acompañaron al taxi”. Y así nacen las leyendas corporativas que alimentarán el cotilleo de las primeras semanas de enero.
Luego llega el enemigo indiscreto, mejor conocido como amigo secreto. Ese invento del infierno que promete unión y termina revelando quién te odia en silencio, pero lo grita en un regalo barato mal envuelto. El límite son 200 pesos, pero siempre hay alguien que da una pluma de papelería, otra que entrega una crema abierta y el codo que regala lo que le dieron el año pasado. Es el intercambio más deshonesto del año en el que el que da poco, revela mucho.
Mientras tanto, RH sonríe con copa en mano, grabando stories para la intranet con el lema: “#OneTeam”. Al final, cuando la música se apaga, el aire huele a sudor, perfume barato y arrepentimiento. Queda un zapato perdido, un corazón roto y la promesa colectiva de que “el próximo año sí me voy temprano”, pero no será así de hecho llegará más temprano.
Y no puede faltar el acto estrella: los premios las rifas de fin de año. Porque sin rifas no hay asistencia. RH lo sabe, por eso anuncia los regalos como si fueran programas del bienestar: con el mismo entusiasmo institucional y esa promesa de “ahora sí te va a tocar”.
“Televisores, licuadoras, ¡una bicicleta!” (que en realidad es la misma que sobró del Día del Niño, del días de las madres, etc). La gente va por el morbo, no por la convivencia: por esa remota posibilidad de que este año el pavo te toque a ti.
Y quien no quiere ir, se inventa excusas con precisión de guion de Aaron Sorkin: funerales ficticios, operaciones misteriosas, compromisos familiares impostergables o “un vuelo temprano” que nadie verificará jamás.
Porque en la selva corporativa, la posada no es una fiesta: es un reality sin cámaras donde cada quien muestra su versión más honesta, la que no cabe en horario laboral. En el fondo, la posada no celebra la unión del equipo, sino la resistencia: que seguimos aquí, bailando entre ruinas, fingiendo alegría con la misma pasión con la que fingimos productividad. Un espacio que la empresa llama integración, pero en realidad es control, una coreografía de euforia medida donde el exceso está permitido… siempre que no cuestione nada, ni a nadie… mucho menos al acosador oficial.
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