Una pregunta común que me hacen tras saber que vivo en Alemania es que si existe el racismo en este país; la respuesta es sí
Casi cuatro años atrás, cuando recién llegue a Alemania, aseguraba que el racismo aquí NO existía; por el contrario, los alemanes eran abiertos a la migración y a las diferentes culturas. Noté que acá cualquier tipo de discriminación era reprobada por la sociedad teutona, pues aunque sigue siendo una sociedad tolerante, había visto cómo transformaba su aceptación hacia otros pueblos.
Cuando llegué a Alemania estaba en un ambiente muy amigable para los extranjeros, vivía en Schmalkalden un pueblo universitario y la gente local estaba muy acostumbrada a ver estudiantes de diferentes nacionalidades por las calles. Tuve la fortuna de tratar con gente amable que se mostraba interesada en conocer más de mi país y su cultura. Sin importar el color de piel, nacionalidad o religión todos convivíamos cordialmente.
Después me cambié a un pueblo más pequeño en el mismo estado de Turingia, me atrevería a decir que en aquel entonces yo era la única extranjera que vivía aquí. Entonces algunas actividades como ir al supermercado o caminar por la calle se tornaron incómodas porque noté que la gente me veía demasiado; eran miradas curiosas, como de reconocimiento hacia alguien nuevo en el pueblo, una situación que no dejaba de ser molesta.
El contexto empeoró cuando en 2015 ocurrió la crisis de los miles de refugiados sirios que ingresaban a Alemania. La actitud de los alemanes hacia los extranjeros se transformó drásticamente, incluso esas mismas personas que antes tenían una postura favorable sobre la migración cambiaron de opinión.
Los argumentos que imperaban eran que se estaba gastando dinero de los contribuyentes europeos en personas que no eran europeas, que los sirios venían a quitarle el trabajo a los alemanes, que eran terroristas, que la tasa de criminalidad subiría, etcétera. La palabra auslander, que significa extranjero en alemán, empezó a tener una connotación negativa.
En mi situación, las miradas que antes eran de curiosidad, empezaron a ser de rechazo, pues al ser extranjera, morena y de cabello oscuro muchos asumían que era de origen árabe y por consecuencia suponían que yo era una refugiada.
Al aclararles que era una estudiante mexicana su actitud cambiaba, se tornaban incluyentes porque la gente de origen latinoamericano es más aceptada. Acá tienen la idea de que los que somos de países hispanos todos somos divertidos, llenos de enjundia y expertos en fiestas y siestas. Por lo tanto la discriminación negativa se aminora; sólo hay que soportar bromas sobre la fuga del Chapo o del muro de Donald Trump.
El racismo y la discriminación sí existen en Alemania y quiénes más la padecen son aquellos de origen africano o árabe, o cuyos rasgos físicos sean comunes en países de Medio Oriente aunque no provengan de esa zona.
Afortunadamente los racistas en este país son minoría, ellos se escudan en la idea de que para ser “mejores” se debe ser blanco, rubio o de ojos azules.
Creo que esta tendencia de rechazo a los extranjeros pasará en algunos años cuando los refugiados logren integrarse exitosamente a la sociedad, porque en este conglomerado de humanos hay médicos, ingenieros, profesores, en fin, personas que tienen mucho que aportar a este país, y que si están lejos de sus lugares de origen es porque tuvieron opciones limitadas.
Además, el racismo no es exclusivo de los germanos –aunque por supuesto cargan con el peso de una historia oscura al respecto–, también existe en México, un país de mestizos donde palabras como prieto, indio y negro son utilizados como insultos que buscan denostar a los pueblos originarios.
A la par, en México también existen los privilegios de tener piel blanca, cabello rubio o un apellido que suene extranjero, situaciones que contribuyen a un rezago social.
Tristemente el racismo y la discriminación es un mal global y no es necesario estar en otro país para experimentarlo.