Por: Ashanti Ahumada | Ilustración de Lilian Pepper
Ser de los de los veintisiempre muchas veces significa estar solo en muchos momentos, porque nadie te dice nunca que buscar tu independencia y vivir solo significa justo eso “estar solo”.
No queda más que hacerse a la idea y es difícil porque desde que somos pequeños la pasamos acompañados de alguien, nuestros padres procuran que estemos vigilados todo el tiempo, es algo instintivo, cuando somos niños hay una infinidad de cosas que pueden llegar a lastimarnos.
Después, cuando creces, la idea de tener “tiempo para ti” o “privacidad” se vuelve un narcótico, buscamos estar solos para poder entender las cosas, buscamos calma en el exterior para que el interior haga lo mismo. Pero nadie te dice el precio de eso, estar solo hace que te enfrentes a tus peores demonios, es entrar a una sala de rehabilitación dónde cada una de las sillas está ocupada por tus errores, “¿Por qué no dije?”, “¿Por qué no hice?” o “¿Por qué no sentí?”.
Tendemos a creer que la soledad involuntaria es un trago amargo, pero la voluntaria es la más difícil, es tomar la pastilla de cianuro y apretarla con gusto entre los dientes, es entrar en un estado dónde, cómo tus padres, te mantienes acompañado sólo de ti para que nada te lastime.
Aunque tratamos de convencernos de que no es lo peor que podemos hacer, resulta doloroso pero no tiene que ser una tragedia, es necesario para evolucionar y al final, como dicen en esa película “Evolucionar constituye una infidelidad, a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo” y de vez en cuando las infidelidades son buenas. A la larga no se puede evitar ser abrazados por la soledad, para después dejarnos caer a un nubloso vacío mientras seguimos saboreando el cianuro y aunque no sabemos cuándo saldremos, tenemos la certeza de que saldremos victoriosos y perfectos.
A morder con una sonrisa y a caer con gracia.